domingo, 1 de julio de 2007

CARLOS FUENTES

Algo sobre la muerte de Artemio Cruz

Por Héctor Aguilar Camín para Radar

Como muchos otros mexicanos de mi generación, yo empecé a leer a Fuentes a principios de los años ’60 con un fervor adolescente, iniciático. Quizá no exagere si hablo en plural y digo que nos deslumbraba de Fuentes no sólo la audacia pirotécnica y feliz de su prosa sino también el personaje imantado que emitía aquellas luces y gritaba a los cuatro vientos: “Soy escritor y no hay nada mejor en la vida que serlo”. Antes que ningún otro en México, antes que Octavio Paz o Juan Rulfo, Alfonso Reyes o José Revueltas, Carlos Fuentes fue la encarnación genuina de un escritor profesional en el doble sentido del término: su único trabajo era escribir y no requería sino de sus escritos y de su condición de escritor para sobrevivir. En realidad, para vivir sobrado: mejor y más libremente que sus parias pares.

Los escritores mexicanos de entonces combinaban todo tipo de oficios subsidiarios y escribían todo tipo de textos alimentarios y artículos de primera necesidad, como bautizó Luis Cardoza y Aragón a todo lo que se escribe para comer antes que para honrar la vocación. Se enganchaban a la ilusión de holganza del oficio diplomático, fatigaban las redacciones de los periódicos, cumplían asesorías gramaticales en altas y bajas esferas políticas o marchitaban el escritorio en sucesivas redes burocráticas y escolares, náufragos todos de un medio cultural raquítico, donde había tantos autores como lectores y donde agotar ediciones de 2 mil ejemplares en cuatro años podía celebrarse como una hazaña de ventas y de aceptación del público.

Durante la década del ’60, de La muerte de Artemio Cruz a Cambio de piel, pasando por Cantar de ciegos, Cumpleaños, la crónica del Mayo francés y La nueva novela hispanoamericana, Carlos Fuentes fue para mí el escritor por excelencia, una vocación asumida cuyo ejercicio indeclinable había sido premiado con el éxito. Algo más, y más preciado también: Fuentes era en esos años uno de los pocos escritores mexicanos en verdad independiente de las sujeciones económicas y mentales de su medio. Desafiaba nuestro provincianismo con una solvencia cosmopolita y una flagrancia sardónica que irritaban tanto como atraían, porque daban rienda suelta a uno de los artistas menos reconocidos de los muchos que confluyen en Fuentes: el caricaturista feroz, dipsómano del kitsch y el esperpento.

A principios de los ’80, instigado por el cineasta Paul Leduc, hurgué por primera vez con ojo profesional en un texto literario de Carlos Fuentes. Leduc se empeñó en llevar al cine La cabeza de la hidra, una novela de apariencia realista, con todos los elementos del cine negro, ubicada en el México petrolero. Leduc me pidió que lo ayudara en la escritura del guión, y yo acepté. Sobre el resultado de esta aventura conviene guardar un piadoso silencio. Baste decir que nos proponíamos una tarea imposible: convertir en un thriller tipo El halcón maltés lo que en realidad era un risueño juguete literario, reacio al realismo pese a su apariencia policial, construido por dentro mediante locos juegos de espejos, citas cultas, alusiones y parodias, más que por los rigores convencionales de una novela del género negro. Desarmando aquella caja de convenciones literarias, alusiones y enigmas autorreferenciales, entendí hasta qué punto la obra de Fuentes, aun la más inocente y fácil en apariencia, es un palimpsesto de símbolos, significados y discursos dispares, cruzados por la libertad inusitada de un escritor que experimenta y juega sin parar: una cabeza bullente, henchida por igual del mundo y de las letras, de la historia y de la literatura, lo mismo que del comic, el cine, la moda, la música popular y, en general, el vasto utillaje de la sociedad de consumo. Conviven en su obra Balzac y Joyce, Nefertiti y Jean Harlow, Francisco de Goya y Dick Tracy, Benito Juárez y Tongolele.

Empecé entonces, a través de nuestro fallido guión, a recuperar a Fuentes. En parte por que él también readquirió una dimensión humana con las novelas que siguieron a la infinita Terra nostra. En primer lugar, Una familia lejana, novela habitable, elegante, suave; en segundo lugar, sobre todo, Cristóbal Nonato, su nueva suma esperpéntica, violenta y divertida como un largo comic negro, desmesurado y gozoso en medio de su tranco apocalíptico. Luego, en una feliz sucesión, vinieron Gringo viejo, cuya anécdota central no podía ser más inspirada y literaria: Ambrose Bierce decide suicidarse yéndose al México revolucionario a ser simplemente lo que es, un gringo viejo (“Ah, eso es eutanasia”); la excelente colección de Constancia y otras novelas para vírgenes, que recoge algunas de las mejores cosas que ha escrito Fuentes, y la extraordinaria novela histórica La campaña, que confirmó para mí el regreso de Fuentes al llano arte de narrar, o por lo menos al arte de cautivar a sus lectores con el vigor narrativo de una obra que se expande en todas direcciones.

Refiero mi experiencia personal como lector de Fuentes porque creo que algo de eso, y mucho más, le pasó a toda una generación de lectores de Fuentes en México, a través de las últimas décadas. Primero, deslumbramiento por el escritor y fascinación por el personaje; luego distanciamiento por la dificultad mayor de obras como Terra nostra, y a partir de los años ’80 y ’90, un reencuentro que se antoja definitivo. Faltaría en ese itinerario sólo una estación paralela que no ha dejado de acompañar a Fuentes en su país, eso que un joven crítico llamó la querella familiar de la cultura mexicana con Carlos Fuentes y que no es en realidad sino el reverso díscolo de su éxito.

Si la envidia es tristeza del bien ajeno, ¿cómo llamar a la rabieta por el bien ajeno? Esa es la pasión mexicana que ha acompañado a Fuentes desde 1958, en que publicó La región más transparente y que ha llegado a reprocharle sucesivamente que se vistiera bien, que hablara inglés, que no escribiera como Juan Rulfo, que no militara políticamente como José Revueltas, que fuera un promotor tan descarado de la novela latinoamericana, que sólo recibiera buenas críticas en el extranjero y ninguna en México, que le hubiera dedicado un libro a Shirley MacLaine, que exhibiera su desprecio por México al no vivir ahí, que no fuera suficientemente mexicano por haber nacido en Panamá y estudiado de niño en Estados Unidos.

La muerte de Artemio Cruz fue una de las novelas que, al menos en México, ayudó a construir el lugar común de que los novelistas eran nuestros mejores historiadores, que nuestras obras de ficción daban cuenta más cabalmente de nuestra realidad que los estudios antropológicos y sociológicos. Por unos años mágicos, las novelas latinoamericanas fueron el lugar de nuestras pasiones y revelaciones públicas, la verdadera historia privada de nuestras naciones, como quería Balzac, y el trazo implícito de nuestro porvenir deseable. Nuestros novelistas fueron también hombres públicos, críticos de la vida política, surtidores de utopías y deseos de cambio colectivo, fustigadores de lo establecido y hasta faros de la Revolución, con mayúsculas.

Vistas las cosas retrospectivamente, parece claro que muy pocas novelas del boom llenaron el molde de tan ambicioso lugar común y fueron a un tiempo grandes novelas, revelación histórica, surtidor utópico, crítica pública y anticipo del cambio deseable. La muerte de Artemio Cruz fue una de ellas. Cayó como una bocanada de aire fresco y rebeldía moral en la atmósfera pacata, triunfalista y autocomplaciente del milagro mexicano, aquellos años de crecimiento económico, estabilidad política y buena conciencia del México post-revolucionario de los ’50 y los ’60. Era un México nacionalista y provinciano que no quería oír de sus carencias sino de sus logros, y que se celebraba a sí mismo como el fruto de una revolución institucional que había encontrado la fórmula de eternizarse en los aciertos.

La muerte de Artemio Cruz fue, muy estricta y provocativamente, la anatomía de la tumba de aquella Revolución mexicana, celebrada oficialmente como el origen y el presente de la grandeza nacional. Desde fines de los años ’40, una ilustre minoría de historiadores y ensayistas había decretado en distintos tonos la muerte, el fin o la crisis definitiva de la Revolución mexicana. Aludían con ello, por un lado, al exceso de retórica en torno de su supervivencia, treinta o cuarenta años después de iniciada; por otro lado, se referían al evidente fracaso de los regímenes post-revolucionarios justamente en aquellas cosas que se pregonaban como esencia de la Revolución, a saber: democracia y justicia social. Si de la democracia mexicana de los ’90 hay que hablar haciendo tantas salvedades, que más valiera a veces otro piadoso silencio, de la democracia mexicana de los años ’40 y ’50, sólo podía hablarse en clave soviética, es decir, entendiendo que la palabra democracia quería decir unanimidad, del mismo modo que la palabra federación quería decir centralismo. Por lo que hace a la justicia social, lo único socialmente evidente en aquellos años de prosperidad de la posguerra era la pobreza reiterada de la mayor parte de los mexicanos junto a la irritante aparición de una oleada de nuevos ricos urbanos, casta imitativa y ostentosa que nacía de las oportunidades económicas de un país que iniciaba su industrialización bajo los signos del proteccionismo industrial y la sustitución de importaciones, conceptos que en muchos casos fueron simples sinónimos de prebendas gubernamentales, corrupción y hombres de paja.

La muerte de Artemio Cruz fue un momento culminante de los sanos impulsos funerarios de la cultura mexicana en torno del gran fetiche llamado Revolución mexicana. No sólo fue una lección de historia en el sentido de volver a leer sin velos ni complacencias momentos decisivos de la vida pública de México en el siglo XX sino que fue también, como toda mirada nueva y apasionada, un rasgamiento de las convenciones establecidas. Fue, también, una lección moral: la decisión de no callarse lo que, al fin de cuentas, todo el mundo sabía. Es decir, que la Revolución tenía una historia callada, tan larga y penosa como la de Artemio Cruz; que los próceres revolucionarios se habían matado entre ellos, que a menudo habían mostrado más compromiso con sus bolsillos que con sus ideales, y que tampoco había habido demasiado ideales. La muerte de Artemio Cruz fue una novela de extraordinario poder evocador y simbólico que mezcló todos estos líquidos en un solo brebaje propiciatorio.

No hace falta insistir demasiado en los distintos niveles de significación de La muerte de Artemio Cruz. El personaje central es, antes que nada, de carne y hueso, con una historia personal única, intransferible e irrepetible que la novela nos entrega balzacianamente, en todas las dimensiones y en sus más precisos detalles: orígenes y amores, triunfos y derrotas, historia pública e historia privada, traiciones, miedos, dolores, remordimientos y negocios. Pero, a continuación, Artemio Cruz es también un símbolo, un prototipo por donde circula el retrato de una sociedad y una historia específicas, el drama de un trayecto nacional. Finalmente, Artemio Cruz es también una encarnación mítica de la pulsión fundamental del destino humano, la dialéctica trágica de vivir para morir, la pulsión eterna de sobrevivir enfrentada a la eterna verdad de la muerte. La combinación única de estas significaciones es lo que otorga a la novela su peculiar índole catártica: golpea en todos los órdenes al lector hasta persuadirlo de que acude por partes iguales a la escenificación de un drama, de un rito y de una revelación.

La muerte de Artemio Cruz fue un resumen, pero también una anticipación. Anticipó los impulsos que se fermentaban en la nueva sociedad mexicana y que habrían de explotar en la rebelión juvenil de 1968. Esta conexión subterránea puede atribuirse en parte a que la perspectiva de la novela es radicalmente juvenil. No sólo por la edad del novelista, que la escribió a los 32 años, sino sobre todo por su vocación de derogar el mundo realmente existente. Entre el sueño y la realidad, Fuentes optaba por la realización posible del sueño y apostaba a la autenticidad y el amor por sobre el pragmatismo y el poder.

Durante los años ’60, todos esos impulsos juveniles, entendido que la juventud es la nación de la inconformidad y la utopía, se condensaban mejor que en ningún sitio en el mayor de los mitos modernos fracasados: el mito de la Revolución, el mito de un nuevo inicio virtuoso de la vida social capaz de poner fin a la miseria de la historia. La puesta en práctica del mito parece haber traído a la historia una dosis de miseria tan grande como la que pensaba evitar, por lo menos. La agonía de Artemio Cruz puede leerse también como un comentario desgarrador de la deficiente encarnación del mito revolucionario, de su petrificación en los anales de la corrupción y como un llamado incendiario a clausurar esa herencia, a enterrar esa historia saturada de gases y de mierda, como el cuerpo decrépito del propio Cruz, por efecto de su infarto mesentérico.

En la imaginación juvenil de México maduraba entonces un rechazo de intensidad semejante al de Fuentes, y aun más fuerte. Me recuerdo, a principios de los ’60, discutiendo con un amigo que Fuentes, según yo, había hecho una concesión inaceptable a la vida de Artemio Cruz regalándole la historia de Regina, un amor de verdad, aunque iniciado con una violación, en la dura biografía de frialdades y traiciones de aquel despojo revolucionario.

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