viernes, 7 de noviembre de 2008

UN AGUJERO EN MI CABEZA

Mamá siempre fue muy estricta. Al llegar de la escuela no podía sacarme el uniforme hasta que ella no revisará todos mis enseres escolares. Esa minuciosa inspección consistía en : fiscalizar carpetas en busca de calificaciones, vistos, notas que podían dejar al descubierto que no había completado la tarea, etc. Luego se extendía al cuaderno de comunicados, mamita buscaba infructuosamente una señal que mostrara, sin lugar a dudas, que la nena había sido tomada por las fuerzas del mal. Nunca las hallaba, no por mi voluntad de ser buena, sino por mi falta de paciencia para enfrentar todo el repertorio de sermones que, durante el gobierno de Onganía, le venían de perillas a una señora antiperonista, como es, aún, mi mami.
Luego de la ceremonia de fiscalización y catastro de mi portafolios Primicia, yo podía almorzar y luego dedicarme a los deberes. El premio era dejarme hacer lo que quisiera (leer, leer, leer) mientras ella miraba la novela.
Historias terribles en las que madrastras horrendas se ensañaban con jovenes mucamas del interior que terminaban, inexorablemente, embarazadas del niño de la casa y averiguaban cerca del final, que eran hijas del señor de la casa. Nunca había incesto porque en el postrer momento de la verdad, se sabía además que la señora maltratadora, había concebido al niño extramaritalmente, de modo que los malos perdían, los buenos ganaban y el sueño de la chica del interior de no tener un hijo bastardo y de no serlo ella, se cumplía y dando vuelta la taba, la mucama se convertía en la señora del hogar perdonando, a todos, las humillaciones recibidas.
Pero ¿ésta no era una historia peronista?
A la madre se la quiere, no se la cuestiona. Y mi mamá era devota admiradora de la diva. Sí, exacto, de la diva que me encontré media hora después de salir del subte aquel día que fuí a la presentación de la obra realista de los 70, 80 o 90, la de mi alumno de literatura de los jueves.

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