Hasta la aparición de este libro ignorábamos cuánto le preocupaba a Borges su reputación, porque aquí sale a la luz que era un excelente administrador de su fama, tanto, contrariamente, como era un pobre administrador de su escasos bienes materiales.
Tampoco sé si existen ya arreglos con editoriales europeas o norteamericanas en vista a ediciones traducidas. No hubo, igualmente, ninguna polémica que crispara el ambiente de las letras argentinas, tal como, seguramente, esperaban sus editores que ocurriera, apostando, no sin razón, a la virulencia e iconoclastia de muchas de las opiniones personales de Borges reproducidas por Bioy Casares en este diario que, prolijamente, llevó durante algo más de cuatro décadas.
Por lo visto, ninguna de las personas citadas por Borges, y aun vivas, sintieron ofensa alguna, o discrepancia ante ciertos juicios valorativos sobre libros y autores. Nadie parece haber experimentado el frío temblor de descubrir su propio retrato en perspectiva desfavorable, cómica o ridícula. Quizás —en el peor de los casos— la astucia del silencio, una de las estrategias a favor del olvido, esté prevaleciendo en la Argentina sobre el ejercicio del criterio y la osadía de la inteligencia. Pero si nadie se da por aludido, ¿de qué habla el diario de Bioy, a quién, a quiénes se dirige?
En principio, este es un libro de escritores para escritores. Tal vez el último elogio, la última defensa de una idea hoy antipática, considerada “incorrecta” por excluyente, la idea de que la erudición y “la alta cultura” son predios minoritarios, aristocráticos, rechazados por las democracias populistas. Y es, además, un libro de escritores para lectores ávidos que todavía creen en la literatura y encuentran en ella la gozosa incitación a seguir leyendo, a seguir buscando sendas imaginarias y replanteos interpretativos en medio de lo que podríamos llamar la aventura íntima del texto. En este caso particular, la aventura nos propone (y ofrece) rondar y escuchar, como invitados invisibles, una larga conversación de más de cuarenta años entre dos hombres que se reúnen casi a diario alrededor de una mesa para compartir la cena. Que ambos hombres sean amigos facilita los encuentros, pero que los dos sean hombres de letras le otorga al libro la sustancia específica que lo distingue.
Borges es invariablemente el invitado y Bioy, el anfitrión. Los platos no se nombran, salvo una o dos veces, los dos eran comensales austeros y agasajaban sin pompa alguna una comida sencilla, siempre la misma o apenas agitada por alguna variante igualmente sencilla: puré de papas, un bife, una ensalada, a veces pastas, y no mucho más. Ellos en particular y el país mismo en distintos grados, estaban todavía lejos de la bacanal minuciosa con que hoy se celebra la cocina internacional como el más alto logro en las jerarquías mundanas.
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