lunes, 2 de julio de 2007

La correspondencia de Truman Capote

El castigo invisible del propio talento
En “Un placer fugaz” se reúnen las cartas que el gran narrador escribió entre 1936 y 1982, poco antes de su muerte. ¿Cuán fértil deviene la lectura de estos textos, en un autor que basó gran parte de su obra en sus declaraciones públicas? Exhibicionista, verborrágico, chismoso, el desafío sigue siendo seguir las pistas de una “obra completa” que no deja de reproducirse.


Posturas. Generoso en consejos con sus amigos, terminante con quienes alguna vez lo criticaron.

Por Sonia Budassi, para Perfil

Mi vida –como artista, por lo menos– puede ser proyectada en un gráfico con la misma precisión que una fiebre, registrándose altos y bajos, ciclos específicamente definidos”, escribe Truman Capote en el prefacio de Música para camaleones. El libro, publicado en 1980, marcaba los últimos destellos, un punto epigonal y rotundo en su carrera, algo que no parece vislumbrar el seguro narrador. En la pretendida autoconciencia de la que se jacta el autor, no se descubre el proceso que, desde hacía años, trabajaba su decadencia. Desde que publicó el famosísimo y revolucionario A sangre fría en 1966, su obra se dispersó y sus ambiciones de escribir la “gran obra maestra épica” fracasaron. A cada nuevo intento, le sucedía un abandono del proyecto, la incapacidad de darle fin. La reciente edición de su correspondencia, Un placer fugaz, llega como una secuela posible de la supuesta “capotemanía” a la que dio lugar la taquillera película Capote en 2005, fenómeno que se completó con la aparición de Crucero de verano, una novela inédita que el autor escribió a los diecinueve años. Tiempo antes, se había publicado un nuevo volumen de cuentos inéditos en los Estados Unidos. Esta evanescencia derivó en cierta polémica sobre lo publicable y lo no publicable, sobre el deber de respetar o no el deseo del escritor. Pero ante el hecho consumado, el desafío es seguir las pistas para la lectura de una “obra completa” que no deja de reproducirse.

¿Qué se espera de las cartas privadas de un escritor? En general –de Flaubert a Wilde, o las más recientes del argentino Manuel Puig– genera expectativas análogas a la que despierta un diario íntimo: que el autor exponga reflexiones inteligentes, sensibles; que revele algo oculto de su vida privada; que su prosa nos hable de la época en que vivió, y también de los inaprensibles circuitos que mueven el impulso creativo, su propia literatura, su manera de vivirla y pensarla. Pero, por otro lado, ¿es fértil la lectura de las cartas de un autor que basó gran parte de su obra en la declaración pública y en un anecdotario autobiográfico que incluye una entrevista a sí mismo? Capote nunca evitó expresarse en términos que pudieran producir escándalo. En la mencionada entrevista se califica a sí mismo con una frase clásica, que ya funciona como eslogan de su personalidad: “No soy un santo. Soy un alcohólico. Un drogadicto. Un homosexual. Soy un genio”. Enérgico exhibicionista, verborrágico, chismoso, con una asumida vocación de pertenencia a los círculos de la farándula hollywoodense y al más selecto círculo literario, queda preguntarse: ¿hay alguna porción de intimidad, cierta idea artística que se revelen en su correspondencia?

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