Ignacio Alvarado Álvarez en @juarez
Nuevo Laredo, Tamps.- El día que Efraín García llegó a Nuevo Laredo procedente del rancho familiar, en Jarácuaro, Michoacán, la policía y los medios de información estaban absortos con el hallazgo de dos narcotraficantes ejecutados las horas previas tras una larga sesión de tortura. El niño de 14 años no fue noticia cuando lo deportaron. Sin embargo, él es un ejemplo vivo de un fenómeno desestimado que encamina al país hacia un escenario mucho más trágico que las víctimas de los sicarios: el éxodo de menores mexicanos hacia Estados Unidos.
“La cantidad de niños que cruzan la frontera es verdaderamente enorme”, dice Candelaria Espinoza Argüello, la coordinadora local del Albergue para Menores en Situaciones Extremadamente Difíciles. “En mes y medio hemos atendido a 150 que han cruzado estrictamente por cuestiones de afecto, para reunirse con sus padres. Pero la cifra total de menores repatriados aumenta considerablemente si sumamos a los que se van obligados por la necesidad”.
El albergue que maneja Espinoza atendió durante el 2004 a cerca de 900 menores que fueron devueltos a México después de ser capturados por autoridades norteamericanas. Se trata de una mínima parte del total. La funcionaria estima que por cada 10 menores que cruzan, menos de tres son repatriados. La causa fundamental del éxito alcanzado después del cruce, es una: sus padres o hermanos mayores los esperan para protegerlos, con miras a legalizar su estancia a la vuelta de unos cuantos años.
En el rancho donde vive Efraín, llamado El Sauz, el viaje se planeó meticulosamente. Paulino García, su padre, llegó desde noviembre para terminar el año acompañado de su mujer y sus seis hijos. Fue en esas semanas, según contó Efraín, que acordaron el viaje sin documentos.
Es la misma travesía que realizó Paulino hace 25 años, cuando contaba más o menos con la misma edad de su hijo mayor. Y la apuesta le salió bien: desde hace 15 años obtuvo su pasaporte de residencia y estableció su hogar, o una parte de él, en Pleno, Texas, donde vive de instalar loseta en casas y comercios. La idea entonces era que su hijo le siguiera unos días después de que partió hacia ese pequeño pueblo cercano a San Antonio, y para ello le envió, a principios de enero, 500 dólares para el viaje.
Para diciembre Efraín decidió no regresar a la escuela. Terminó el primer grado de secundaria y dice que no tuvo motivación para continuar. Así que estaba listo para irse.
“Después de la escuela ya no había mucho qué hacer: en el rancho tenemos una hectárea para sembrar maíz, pero las cosas no están muy bien. Yo mejor quise cruzarme para trabajar en la yarda [jardines]”, dice. Él está sentado en un viejo pupitre, a mitad de una gran sala de juntas en el albergue, en donde hay unos 20 menores en su misma situación. Afuera lo espera su padre, quien fue llamado para que lo lleve de nueva cuenta al rancho. Es sólo una formalidad: ambos lo intentaran otra vez.
Éxodo y desafío
No hay estadísticas confiables que digan cuántos menores como Efraín cruzan cada año hacia los Estados Unidos. Pero en los registros de los albergues esparcidos por la frontera mexicana, los datos son alarmantes: unos 500 mil niños fueron devueltos en el 2004, y eso da una idea del enorme desafío que enfrenta el país.
“¿Cuáles son las repercusiones de este éxodo? Creo que la respuesta es sencilla: si analizamos lo que se nos está yendo por la frontera norte y vemos lo que nos llega por la frontera sur, encontramos que en el mediano y largo plazo tendremos con toda seguridad un problema grave”, dice Jeffrey Jones, que presidió en México la Comisión de Asuntos Fronterizos del Senado de la República. “En este país nadie ha medido las connsecuencias de la inmigración”.
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