martes, 3 de julio de 2007

¡Cuántos chicos!

Vivir embarazada
Por Liliana Mizrahi* en Página 12


Mi abuela Lela tuvo 15 hijos, y muchos embarazos más que no llegaron a término, ¡pobre mujer!

Pasó 25 años pariendo y criando, criando y pariendo un hijo detrás de otro. Quince hijos, 2 muertos, 13 vivos, 10 varones, 3 mujeres y varios abortos espontáneos. Entre el hijo mayor (mi padre) y el hijo menor (mi tío) había 25 años de diferencia.

Mi abuela, casi siempre embarazada, trabajaba sin descanso hasta el último momento del embarazo. Hacía todo: fregaba la ropa, las ollas, la escalera, los pisos, hacía las camas, lavaba el baño, cocinaba, planchaba... hasta que se le rompía la bolsa, perdía el líquido amniótico y empezaban las contracciones, ahí preparaba el agua caliente, toallas, lo que fuera necesario para el parto, en su casa... mandaba llamar a la partera Esther, que vivía en Lanús y paría. Cuando mis tías fueron más grandes la ayudaban también (así dijo mi tía Raquel).

Después de parir, descansaba un par de horas y lo antes posible se levantaba para lavar todo lo que se había ensuciado en el parto y ordenaba la casa, incluyendo a la nueva criatura. Lavaba a mano, sin guantes de goma ni jabón en polvo, la clásica tabla de madera, pan de jabón en mano y probablemente agua fría. El bebé, rigurosamente enfajado en su cuna.

En algún momento mi abuelo abría la Biblia y surgía el nombre del recién llegado: Moisés, Esther, Salomón, Hezkia, Aarón, Raquel, María, José y otros más. Mi abuela levantaba al bebé para amamantarlo, lo cambiaba, lo enfajaba y otra vez a la cuna. No había mimos, ni paseos en cochecito, ni sonajeros y menos pañales descartables.

Mi abuela con el cabello cubierto con un pañuelo, como correspondía a la mujer de un rabino, no tenía ayuda de nadie, iba a la feria, cargaba las bolsas, subía la escalera cargada, limpiaba la verdura, limpiaba, limpiaba, todo debía estar limpio, bañaba a los chicos todos juntos y a la vez, preparaba la comida, pelaba las papas, cortaba la verdura, picaba la carne, el pollo (cuando había), les ponía la olla en la mitad de la mesa y todos juntos y a la vez metían la mano y untaban con el pan, mandaba los chicos a la escuela y... lo que tenía para decir, si tenía permiso, lo decía en árabe.
No había descanso, ni mucama, ni siesta, ni televisión, ni heladera, ni lavarropas, ni anticonceptivos.

Raquel me contó de cuando ella era muy chica. Recuerda un día de gran alboroto en la casa, ella se escondió para espiar y vio que ponían a mi abuela sobre la mesa, le abrían las piernas y Esther, la partera, con unos fierros, le sacaba algo de entre las piernas, salía algo de adentro con mucha sangre y lo ponían en una palangana. Quedó impresionada por este recuerdo y años más tarde comprendió que lo que había visto era un aborto.

En tanto esposa de un rabino, cumplía con una cantidad de normas y preceptos religiosos que, de antemano, ordenaban su vida y su tiempo. Debía alejarse de mi abuelo los días de su menstruación, dormía en otra cama y luego pasaba por el baño ritual cuando su período finalizaba. Sabía que no debía hablar. Si visitaban a mi abuelo, servía el café en silencio, como una sombra. No había lugar para opiniones propias, decisiones personales, ni para iniciativas. La autonomía estaba abolida. El deseo parecía no existir.

Cuando mi padre, de 25 años, le comunicó (en árabe) que se casaba, mi abuela a su vez le informó que estaba otra vez embarazada. Postergaron el casamiento porque no era cuestión de que el novio entrara al templo del brazo de su madre embarazada. Para esa misma época, mi tía Esther (que era la segunda hija) ya estaba casada y embarazada. Cuando fue a contarle a su madre que esperaba su primer hijo, mi abuela le contó que ella también estaba embarazada, casi del mismo tiempo.

Parece (me lo contó mi tía Mary) que fue una escena violenta de gritos y nervios, madre e hija embarazadas juntas y peleando desesperadas. Mi tía le pedía que se hiciera un aborto y se lo sacara, y mi abuela llorando se golpeaba el vientre enloquecida y furiosa. Los dos bebés nacieron. Mi tía Esther tuvo su primera hija, Susi, antes de que mi abuela pariera al que sería nuestro último tío, menor que su sobrina. El orden generacional quedó alterado para siempre.

Pasa el tiempo y mi abuela sigue pariendo. Los hijos crecen, los mayores se ocupan de los más chicos. Las que más ayudan son las hijas mujeres. Mi abuela sigue pariendo, lavando trapos y toallas ensangrentados de los partos, mi abuelo sigue sumergido en el estudio de la Torá y la Cábala, la comunidad lo consulta y visita, mi abuela obediente sirve el café en silencio. Mi padre iba al colegio hebreo y se las rebuscaba como podía para ganarse unas monedas, con el tiempo se hizo vendedor ambulante en los conventillos.

Mi abuela Lela nació en Damasco, Siria. A comienzos del siglo XX, su padre, mi bisabuelo, el señor Mauas, recibió una carta de Buenos Aires, donde le decían que un joven rabino de 22 años, llegado del Líbano para ocuparse de la comunidad damasquina de La Boca y Barracas, necesitaba esposa. El padre de mi abuela consideró que podía ser una oportunidad para su hija Lela. Envió una foto de la joven y ahí partió mi abuela solita, 16 años, muy joven, muy atractiva, muy alta, mucho cabello y ojos grandes. Llegó a Buenos Aires donde inmediatamente se casó con mi abuelo, el rabí Jacobo Mizrahi, que en ese momento era un muchachito estudioso, y luego se transformó en un hombre compasivo de la comunidad con ideas progresistas. ¡De no creer! Fundó una escuela de niñas porque consideraba que las mujeres también debían saber leer y escribir. Seguramente fue un líder comunitario muy amado, pero dudo de que haya sido un buen marido o un buen padre.

No se trataba de eso la vida en ese momento.

Mi abuela nunca aprendió a leer ni a escribir. Cocinaba como una diosa, tenía una mano extraordinaria para las especias y el punto exacto de la comida y una permanente expresión de cansancio en el rostro.

Pocas horas antes de morir, estuve con ella en la terapia intensiva del Güemes, me reconoció enseguida, me sonrió con ternura, yo con los ojos rojos y vidriosos. Me habló en perfecto castellano ante la mirada de asombro de mi tío Aarón, que era médico. Me dijo que estaba cansada de tantos chicos, tantos chicos y repetía ¡tantos chicos! Agarraba mis manos con sus manos venosas cargadas de fregados y fregados sin descanso. Cuando me fui, ella seguía repitiendo: ¡tantos chicos!

Te recuerdo con ternura, abuela Lela, ojalá estés descansando en paz después de tantas criaturas.

* Psicóloga y ensayista, autora de Mujeres en plena revuelta y La Mujer transgresora.

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