domingo, 1 de noviembre de 2009

LORCA, LA BÚSQUEDA


El maleficio de la mariposa
La posible identificación de los restos de Federico García Lorca, víctima de la Guerra Civil Española, y la aparición de un nuevo libro firmado por Ian Gibson que centra su atención en la peripecia homosexual de su biografía, invitan a volver a leer a uno de los más grandes poetas de todos los tiempos.
Por Daniel Link
Una vida
En estos días, la humanidad espera en vilo que los equipos de antropología forense que trabajan en las inmediaciones de Granada por orden del juez Baltasar Garzón descubran e identifiquen los restos de Federico García Lorca, que podrían estar (o no) en una fosa común entre Víznar y Alfacar, donde hay tres mil personas enterradas.
La circunstancia obliga a reexaminar las razones del asesinato del poeta, y también algunos aspectos de su vida.
En sus años escolares le decían Federica, y la prensa de derecha se refería a él, cada vez que querían desacreditar a La Barraca, la compañía teatral que fue una pieza central de la política cultural de la República Española, como Federico García Loca.
Hijo de Vicenta Lorca y Federico García Rodríguez, el que estaría llamado a convertirse en “el poeta español más leído de todos los tiempos” nació el 27 de agosto de 1897 como Federico del Sagrado Corazón de Jesús. Ya adulto, Lorca, cuya pasión por la mentira corría pareja con su pasión por la poesía, la música y el folklore, echó a correr la especie de que no había caminado hasta los cuatro años como consecuencia de una grave enfermedad.
Lo cierto fue que el niño tenía grandes pies planos y la pierna izquierda ligeramente más corta que la derecha, defectos que “con el tiempo prestarían a su manera de andar un característico balanceo o cimbreo corporal” (como nos informa Ian Gibson en su monumental biografía, Federico García Lorca).
Desde el comienzo, Lorca, que ha nacido apenas treinta años después de que por primera vez en la historia de Occidente se imprimiera la palabra “Homosexualität” en un folleto militante, marcha con su andar de pie quebrado hacia lo queer.
Toda la historia de la poesía de Lorca puede leerse como un combate contra los monstruos infernales, y hay un compuesto indiscernible entre autoctonía, sexualidad, naturaleza y cultura que es lo que podríamos reconocer como propiamente lorquiano.
Lábdaco (padre de Layo) quiere decir “rengo”, Layo (padre de Edipo) quiere decir “pie torcido”. Edipo quiere decir “pie hinchado”. Es con esa serie de nombres prestigiosos, en los que la persistencia de la autoctonía humana se inscribe directamente en el cuerpo y el andar (la imposibilidad de salirse totalmente de la tierra), con los que Lorca establece una relación de linaje.
Lo ctónico se opone a lo olímpico como el inframundo se opone a lo celestial.
Es posible glosar el mito de Edipo de muchas formas, pero la lectura que más conviene retener y relacionar con la obra de Lorca es la que lo reconoce como una suerte de instrumento lógico que permite articular una respuesta a la pregunta inicial: “¿Se nace de uno solo, o bien de dos?”. Y a la pregunta derivada: “¿Lo mismo nace de lo mismo o de lo otro?”.
Lo que se llama queer no es sino una etiqueta (la última) para una pregunta radical sostenida en el murmullo de los pájaros: ¿lo Real es Uno o Múltiple? ¿Somos verdaderamente libres o el efecto de un sistema de clasificación sistemática que nos precede?
Lo natural
En un retrato retrospectivo, Lorca ha presentado su infancia en los siguientes términos:
Siendo niño, viví en pleno ambiente de naturaleza (...). En el patio de mi casa había unos chopos. Una tarde se me ocurrió que los chopos cantaban. El viento, al pasar por entre sus ramas, producía un ruido variado en tonos, que a mí se me antojó musical. Y yo solía pasarme las horas acompañando con mi voz la canción de los chopos. Otro día me detuve asombrado. Alguien pronunciaba mi nombre, separando las sílabas como si deletreara: “Fe... de... ri... co”. Miré a todos lados y no vi a nadie. Sin embargo, en mis oídos seguía chicharreando mi nombre. Después de escuchar largo rato, encontré la razón. Eran las ramas de un chopo viejo que, al rozarse entre ellas, producían un ruido monótono, quejumbroso, que a mí me pareció mi nombre.
Cómo el niño-poeta ha podido alucinar en el ruido monótono y quejumbroso de unas ramas viejas su propio nombre sería asunto de la psicología experimental o de la psiquiatría, pero lo cierto es que el relato dice una verdad: el llamado de la tierra como constitutivo de la poética lorquiana, es decir, la imaginación (poética) procede de la naturaleza, es su continuación, y el ser es autóctono (lo vegetal es su modelo). De allí el proyecto nunca abandonado de devenir uno con lo verde (“verdes vientos, verdes ramas”), la dificultad de ese devenir y la consecuente melancolía. El niño ya sabe que el arte no es privilegio del hombre y que constituye un geomorfismo y no un antromorfismo.
Lo animal
El primer libro publicado por Lorca, en 1918, se llama Impresiones y paisajes, y en él ya se deja leer la creciente fricción entre el celestial Sagrado Corazón de Jesús con el que ha sido marcado y su infernal cojera. Libro de poemas, de 1921, se cierra con “El macho cabrío”, fechado en 1919:
¡Cuántos encantostiene tu barba,tu frente ancha,rudo Don Juan!¡Qué gran acento el de tu miradamefistofélicay pasional!(...)Tu sed de sexonunca se apaga;¡bien aprendistedel padre Pan!
Todavía no muy lorquiano, el poema muestra la evidente inclinación uranista del joven granadino. Más importante es notar la aparición del aker de los aquelarres. Salido del infierno, mefistofélico, el aker de Lorca abre la puerta de la fragua por donde entrará la omnipresente luz lunar (“la luna vino a la fragua / con su polisón de nardos”). Lorca sacará a la luna de la tradición tardo-romántica y la reintegrará a la tradición celtíbera: el plenilunio de la Turdetania, las comunidades imposibles, las sociedades secretas y los rituales anticristianos de regeneración del mundo son los puntos irisados que organizan la constelación de autoctonía y sexualidad, lo queer de Lorca. La luz lunar, cuyo predicado es el neutro, aparecerá reflejada en los pozos donde duermen su sueño los niños insepultos (sacrificios en altar y sacrificios en pozo se oponen como lo olímpico y lo infernal).
El último poema “estadounidense” de la extraordinaria conferencia “Un poeta en Nueva York” (el libro fue publicado después del asesinato de Lorca) es precisamente “Niña ahogada en un pozo”, que opone infancia y género, es decir: el yo sexuado y el yo de la infancia. La niña de la infancia, Federica, vuelve como la Samara de The Ring a cobrar el precio del sacrificio ctónico. Lo que además regresa en ese poema último de un ciclo es el estribillo, el ritornello del agua que no desemboca. Al agua fija en un punto (el pozo) se opone el agua corriente, como lo Uno de Parménides se opone a lo Múltiple de Heráclito. La niñez estancada contra la niñez que fluye hacia lo múltiple (vegetal o animal): el llamado de la naturaleza y la fuerza de la autoctonía. Así sostiene Lorca un imaginario (homo)sexual, luego de haber atravesado todas las etapas de su pensamiento y ensayado todos los estilos de escritura.
Lo colectivo
En 1922, Lorca pronuncia una conferencia en el Centro Artístico de Granada: “El Cante Jondo. Primitivo canto andaluz”. Es, una vez más, el encuentro con la fatalidad de lo autóctono, pero elevado ahora a programa estético. La pena, dice Lorca, no es del sujeto que canta sino del género y, por esa vía, se instaura una cosmogonía cuyo contenido (y cuya expresión, porque son indiscernibles) es la “nostalgia de lo autóctono”. Mucho más adelante, en 1931, Lorca dirá: “Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío... del morisco, que todos llevamos dentro”.
Se trata, ya, de sostener un proceso de desidentificación que implica abrazar una causa, la causa de “los perseguidos” que son, con más precisión, los raros o fuera de clasificación. Lo que canta, lo que habla en Poema del Cante Jondo no es un individuo sino un colectivo indefinido: “el alma andaluza” de naturaleza trágica. Autoctonía y tragedia son el fondo común que encuentra Lorca en las coplas del Cante Jondo: “El Amor y la Muerte... pero un Amor y una Muerte vistos a través de la Sibila, ese personaje tan oriental, verdadera esfinge de Andalucía”. Es el regreso de la esfinge, el monstruo ctónico de Edipo, que vuelve para plantear el enigma de lo Múltiple en lo Uno: no la culpa del desvío sino una ética del abandono y la disidencia; no una política de la reproducción familiar sino la pandemia del contagio.


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